quinta-feira, novembro 18, 2004

Glosando a Félix Lamas - La Patria

Y para finalizar esta serie triple (El estado, la nación y la Patria), volvemos a escoger otra editorial del profesor argentino Félix Lamas extractada de la revista Moenia. La cursiva son mis glosas.
Con esto finalizamos en A Casa de Sarto esta aproximación desde un punto de vista católico y tradicional a estos tres conceptos (estado, nación y Patria) tan a menudo mal utilizados. Una vez más señalamos que Félix Lamas es discípulo del Catedrático de Filosofía del Derecho Don Francisco Elías de Tejada, auténtico prohombre del Carlismo, doctrina política hispánica que ha sabido llevar el Tomismo a la política. Aprovecho para saludar a nuestros pocos, pero fieles, lectores, entre los que quiero destacar a Manuel Azinhal
y a O Corcunda, quienes de manera distinta inspiraron estas pequeñas glosas.
Sólo quisiera que estas últimas glosas, por el momento, a Félix Lamas nos sirvieran a los que ahora somos “ciudadanos de Europa” y que otrora fuimos miembros –y destacados- de la Cristiandad, para reflexionar sobre la iniquidad de la llamada Constitución Europea. Con la Patria no se juega. Defendamos las Patrias de Portugal y España, así como cualquier otra Patria. Esto pasa, entre otras cosas, por votar no a ese intento voluntarista de anulación de las Patrias de la maldita Constitución Europea y su más maldito aún Reglamento.


Amar la patria es el amor primero
y es el más grande amor, después de Dios,
y si es crucificado y verdadero
ya son un solo amor, ya no son dos.

Leonardo Castellani (fragmento)


“Después de Dios, los padres y la patria son también principios de nuestro ser y gobierno, pues de ellos y de ella hemos nacido y nos hemos criado. Por lo tanto, después de Dios, a los padres y a la patria es a quienes más debemos.”
Sto. Tomás de Aquino, S.T., II-II q101, a.2


“El bien común político es el primer principio práctico en el orden temporal. Sobre la verdad de esta proposición no cabe dudar; empero, ella es una formulación abstracta que vale en el campo de la ciencia o del pensamiento racional, pero que no resulta inmediatamente operativa en el pensamiento vivido. Lo abstracto, en tanto tal, no puede ser objeto de amor; y en el hombre el amor -en cuanto acto elícito de la voluntad- es el principio vivido eficiente de la operación. Nadie da la vida por la “comunidad política” en general. En cambio, cuando es necesario, se derrama la sangre por la patria. El bien común se concreta y se torna primariamente real -en primer lugar- en el bien de la patria; de la patria singular y propia de cuyo seno cada uno ha salido para incorporarse en y por ella a la historia y al ámbito de una geografía con sentido espiritual. La doctrina del bien común, por lo tanto, en la medida en que pretenda ser una doctrina inmediatamente práctica, debe concretarse en la doctrina de la unidad, la libertad, la grandeza y la prosperidad de la patria; ella se carga así de la significación inmediata y del contenido afectivo que aseguran su eficiencia colectiva.”

Algo pues hay en la Patria como algo que puede “ser entendida emotivamente”, aunque estrictamente hablando nada se entiende con la emoción. Sin embargo, el que pueda ser sentida, o el que se pueda sufrir por ella, no restringe su entidad a tal sentimiento. Muy por el contrario hay un profundo acto intelectual que entra en la aprehensión de la Patria, simplemente porque sólo se ama lo que se conoce. Equiparar la Patria a un sentimiento, por noble que éste fuese, sería desvestir el patriotismo de toda virtud. Es algo así como reducir a Dios al mero sentimiento religioso, herejía modernista que la A Casa de Sarto abomina.

“Hay una vinculación lingüística y nocional originaria entre el concepto de patria y la paternidad, que es común a todo los pueblos indoeuropeos. No se trata en este caso de la paternidad en sentido biológico sino social, como cabeza, origen o autoridad de una estirpe o de una casa. El padre de familia encarna la continuidad de ésta, asegurada y simbolizada en el culto familiar. La familia así entendida excede el marco de la carne y de la sangre -aunque lo suponga- y propiamente consiste en el vehículo de inserción histórica del hombre en la vida política y religiosa; es a la vez un elemento fundamental en su formación. Pues bien, la patria es como la continuación de la familia en el orden perfectivo. En la patria los lazos biológicos y amistosos son menos evidentes e intensos que en núcleo doméstico; pero en cambio su capacidad formativa de la personalidad social e histórica de los hombres es mucho mayor. Ella encarna la vinculación con un pasado e incluye un plexo de posibilidades para el futuro. Ella se verifica y concreta la cultura y la civilización como bienes específicamente humanos. Pero: ¿Qué es ella en realidad? ¿Es la tierra de nuestros padres? ¿Es la tierra donde se ha nacido? ¿Es, acaso, la tradición?”

A mayor abundamiento, Lamas especifica en este párrafo una serie de atributos de la Patria como modo de aproximar una primera definición. En primer lugar, puede parecer extraño que Lamas hable de la familia como algo que excede a los lazos de sangre. La fuente de esta noción es la sociedad heleno-romana, en la que la familia era una institución política, semejante al clan pero mucho más sofisticada y abierta. A menudo se olvida, al establecer las fuentes del sistema feudal, que el origen inmediato de la alianza política y militar que se conoció como el lazo feudal es el sistema de los “clientes” romanos (y su análogo griego). Los clientes eran discípulos o subordinados del pater familias, que desde el punto de vista social –y mucho más político- eran familiares, aunque no tuvieran relación de sangre alguna. Los círculos de alianzas durante la república romana, y aún durante el imperio, no se entienden sino desde este punto de vista. La familia era una institución más próxima a las familias de la mafia (claro que sin los elementos delictivos de ésta) que a la moderna “familia nuclear”, o incluso la “familia extendida” de los anglosajones. Un claro ejemplo de esto es en las antiguas familias portuguesas o españolas –en realidad en toda la Hispanidad- donde había “criados” o “domésticos” que eran literalmente parte de la familia y cuya filiación era social y cultural, no de sangre. ¿Quién no conoce familias donde ha habido primos o sobrinos que se quedaban huérfanos y eran incorporados y tratados exactamente como si fueran de la familia por parte de quienes los adoptaban? En tierras lusas y españolas a ambos lados del Atlántico hay familias donde incluso un hijo ilegítimo es incorporado a la familia exactamente al mismo nivel que los legítimos. Bien es cierto que en esto último también está esa capacidad sanadora del Sacramento del Matrimonio, que permite lo que los teólogos llaman sanatio in radice. La idea de que la Patria es la extensión de la familia en el orden perfectivo es fundamental en la concepción romana de la res pública, y a través de la Edad Media nos llega a nosotros en la vida municipal entendida en los términos del tradicionalismo carlista en el caso de las Españas o de la vida de la freguesia en el caso portugués, como Antonio Sardinha tantas veces señalaba.

“La patria es algo más que la tierra donde se ha nacido, se vive o nacieron nuestros padres; es, aún, más que la tierra que se vincula como raíz existencial de nuestra vida. Es también más que el pueblo entendido como totalidad social o étnica. Tampoco puede reducirse al mero pasado de dicho pueblo o de su tierra. Es todo ello: pueblo, tierra e historia vivificados por una tradición que les confiere sentido espiritual. La tradición vincula las diversas generaciones entre sí de modo que las últimas se reconozcan herederas y copartícipes de una común identidad respecto de las anteriores; ella es la que llena de significación humana un paisaje, el cielo y el mar. Esa tradición, que es el alma viva de la patria, es el patrimonio común de todo un pueblo cuyos miembros se reconocen entre sí como compatriotas; heredad común que no necesita ser dividida, porque se participa a todos sin sufrir mengua alguna en esa comunicación. En ella consiste la riqueza de la patria, que cada hijo de ésta posee, en mayor o menor medida, como conformación interior. Esa tradición, a su vez, se entronca con el mundo de lo sagrado. La patria tiene así una dimensión religiosa que reclama -so pena de la pérdida de su validez última- la conformidad con el destino supernatural del hombre, que es la Patria Celeste.”

Lo importante es que el sentido espiritual de la Patria conlleva una dimensión religiosa, una “unidad de destino en lo universal”. José Antonio Primo de Rivera quiso convertir al nacionalismo mediante el reemplazo de la noción de nación usada por los nacionalistas (ya de tipo centralista-liberal o de corte periférico) con la más apropiada de Patria en el sentido tradicional. La unidad de destino viene dada por la unidad de origen, la fidelidad al culto familiar –reflejada en la Tradición-, y la fijación espacial en un territorio. De ahí que en países como España o Portugal no pueda haber renovación del espíritu patriótico cuando esa Tradición, especialmente la religiosa (pero también la política, la social y la cultural) ha sido dinamitada. La restauración de Portugal o España pasa, indefectible pero no exclusivamente, por la recuperación de la Tradición Católica.

“La patria -o, dicho con más precisión, la relación de pertenencia a ella- es, pues, uno de los principios constitutivos de al personalidad concreta de cada hombre en la medida en que es una determinación cultural de máxima entidad, susceptible de ser desarrollada en corma casi ilimitada. En tal sentido, un ancho sector de la vida humana encuentra en esta referencia de pertenencia su propio valor, a punto tal que su pérdida, rechazo o abandono implica siempre, por necesidad, una devaluación o corrupción vital; es la contradicción interior, una infidelidad suprema en el orden natural. De ahí que toda persona con integridad moral comprenda que una vida asentada sobre la traición o la desvinculación con su patria no sea digna de ser vivida. Esa fue, más que la búsqueda del concepto, la gran lección de Sócrates.”

Baste señalar, a modo de muestra, que la traición a la Patria es aceptada casi universalmente como causa de la pena capital. En esto, y para ilustrar la crítica que hemos vertido en entradas anteriores utilizando el ejemplo de Francia, traigo a colación a Quevedo y a Joseph de Maistre: la traición del estado francés, primero monárquico, después revolucionario, después napoleónico, finalmente moderno, consiste precisamente en el abandono de la vocación católica (galorrománica) de la Patria francesa.

“El deber del hombre para con su patria encuentra fuente rectificativa en dos virtudes. En primer lugar, una general que -en cierto sentido- se confunde con toda la virtud: la justicia legal, cuyo objeto es el bien común temporal, Sin embargo, la justicia siempre implica alguna medida o proporción; de ahí que ella sola no pueda abarcar todos los deberes del patriotismo; por otra parte, ella supone el Estado o la comunidad política, los cuales pueden no coincidir con la patria. En segundo lugar, y en forma más especial, una virtud aneja a la justicia: la pietas (piedad), tiene por objeto los deberes que se tienen con los padres y la patria en tanto ambos son principios de nuestra existencia; desde este punto de vista, el objeto de la justicia aparece como excedido o desbordado, pues se desvanece toda posible conmesuración real entre lo que cada hombre puede devolver como servicio o como honra a los padres y a la patria, y la medida ilimitada del deber para con ellos. De ahí que la pietas -a la cual se reduce la virtud del patriotismo- guarde cierta similitud con la virtud de religión. Semejanza que no está en aquel que es término del culto, honra o servicio, pues entre Dios y cualquier bien temporal, por alto que sea, toda proporción desfallece, sino en la imposibilidad para el hombre de acercarse en ambos casos a una medida retributiva. La pietas - y dentro de ella el patriotismo- está incluída dentro de la religión, como lo menor dentro de lo mayor, de la manera que el culto a Dios también exige el culto a los padres y a la patria.”

No hay ninguna relación correlativa para la nación y he aquí el craso error filosófico de los nacionalistas, sean estos los catalanes, los vascos, los bretones o esa germanía de nacionalistas (en realidad debería escribir nazionalistas) portugueses que tienen por costumbre “comentar” las ponderadas y meditadas reflexiones de O Corcunda en O Pasquim da Reacção
. Las virtudes políticas tienen por objeto la Patria. Ya que Lamas no lo dice, el don de Piedad –la moción de la Gracia en el alma por la cual nos atrevemos a llamar Padre a Dios- se extiende según Santo Tomás a nuestros prójimos, empezando por los más cercanos –nuestra familia- y por extensión a los débiles, enfermos y desposeídos. Es decir, a aquellos de entre el pueblo a los que nos debemos más por amor de Dios. Todo se centra en la relación de filiación: con nuestros padres, con nuestra Patria, con el Padre Celestial. Sin esta piedra angular no existe verdadero patriotismo.

“Sea, pues, por justicia, por patriotismo (pietas) o religión, el hombre ha de servir y honrar a la patria como a uno de sus principios constitutivos como persona concreta, y ello sin otro límite que el de la verdad del bien y las posibilidades de cada uno; ocurre aquí como en la amistad: la medida de la entrega está determinada por todo lo que se pueda dar. El llamado de la patria es para el hombre algo absolutamente incondicionado. Y si llegare el momento de dar la vida por ella, y eso se hiciere con amor recto, se habrá ganado la gloria de las dos patrias, la terrenal y la Eterna, y a la vez se habrá agregado una porción de belleza moral a la hoy agónica historia del hombre.”

Por eso quiero acabar con los dos últimos versos del Padre Castellani que citábamos anteriormente:

Y si es crucificado y verdadero
ya son un solo amor, ya no son dos.
Rafael Castela Santos

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